Dios a fin de que le diese fuerzas y su Dios, que era Lucifer, le había hecho insensibleal dolor. De ese modo, aunque pasaran el día entero colocando cuñas, no serviría denada.
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Para cerciorarse de que ésa era la verdad, otro de los exorcistas, el padre Ar-cángelo, se dispuso a realizar un pequeño experimento que pocos días después fueexplicado en un discurso público, y que uno de los auditores ha referido de la siguientemanera: «El aludido padre Arcángelo manifestó que el demonio había garantizado aGrandier la insensibilidad, puesto que, hallándose tendido en un banco con sus rodillastrituradas por la Gehenna[81] y cubiertas con un tapete de color verdoso, al serle quita-do bruscamente por el fraile, y haberle éste hurgado las piernas, el torturado no se que- jó de dolor alguno que seguramente tenían que producirle los toques del susodicho».De lo cual se desprende que: Grandier no había sentido dolor, que era Satanás quien lehabía hecho insensible, que, empleando las mismas palabras de los capuchinos:«cuando él hablaba favorablemente de Dios, quería decir el demonio y, cuando decíaque detestaba al demonio, se refería a Dios», y, finalmente, que había que tomar todaclase de precauciones y medidas para estar seguros de que en la hoguera sentiría ple-namente los efectos de las llamas.
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Cuando fray Arcángelo se marchó, le tocó el turno al Comisionado. Durante másde dos horas estuvo Laubardemont sentado junto a su víctima, acudiendo a todos losrecursos de la persuasión para arrancarle la firma con la cual podría excusar sus pro-cedimientos contrarios a la ley, disculparía al Cardenal y justificaría el uso que, en ade-lante, se hiciera de los métodos inquisitoriales en cualquier ocasión en que las monjashistéricas pudieran ser inducidas por sus propios confesores a acusar a los enemigosdel Régimen.
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Aquella firma le era indispensable, pero por más que lo intentó y por mucho quehizo tratando de conseguirla, no alcanzó su propósito. Según nos cuenta el señor deGastynes, que se hallaba en la ciudad y asistió a la despiadada entrevista, el señor deLaubardemont no desperdició argumentos, ni halagos, ni adulaciones, ni simuladossuspiros, ni hipócritas sollozos, de modo tal que el señor de Gastynes nos dice que«jamás había oído nada tan abominable».
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A cada cosa que Laubardemont decía, Grandier afirmaba que le resultaba mo-ralmente imposible suscribir una declaración que era falsa, como Dios lo sabía y comotambién debía saberlo el señor Comisionado. Laubardemont, finalmente, se dio porvencido. Llamó a La Grange y ordenó que los verdugos se presentaran.
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Los verdugos se presentaron. Revistieron a Grandier con una camisa impreg-nada de azufre, le ataron una soga al cuello y lo condujeron al patio, donde le aguarda-ba un carro con seis mulas. Lo subieron al carro y lo sentaron en un banco.
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El cochero azuzó a las mulas y, precedido por una compañía de arqueros, se-guida por Laubardemont y los trece sufridos magistrados, el carro se puso en marcharuidosa y lentamente. En medio de la calle se hizo un alto y, una vez más, la sentencia